jueves, 20 de abril de 2006

"Buenos días, hermano"

Comencemos por imaginar el escenario: las 8 de la mañana de un domingo cualquiera, de esos en los que a la hora referida uno tiene a lo mucho 4 de haberse acostado, es decir, la resaca viene entrando con fuerza y la idea es combatirla con largas horas de sueño, lo cual se va logrando...hasta que tocan la puerta.
Hay 2 opciones viables entonces, levantarse y atender o hacer caso omiso al llamado; por lo regular se toma la segunda opción, pero los toquidos continúan de tal manera que uno no puede dejar de pensar que la insistencia es por una grave urgencia, así que uno se levanta, aplica un salivazo al pelo, se talla los ojos, si es posible se medio refresca la boca y se dirige a la puerta, abrimos y -comienza el martirio- nos topamos con un par de mujeres horrendas con una sonrisa fingidísima tras la cual dejan escapar un “Buenos días, hermano” (¿Hermano? En la vida las había visto y salvo a unos cuantos amigos muy cercanos a los cuales en alguna lejana ocasión he llamado así, no ando con la ridiculez de hermanear a cuanto ser viviente se me presente a la cara).
Antes de que pueda uno abrir la boca, ya te están hablando de la necesidad de acercarnos a dios (a su dios, obviamente) y de cómo tu vida miserable puede ser salvada. Si, yo también he pensado en el homicidio en ese instante, pero como no es políticamente (ni penalmente, que es más grave) correcto hacer eso, comparto algunas experiencias que me han ayudado a librarme de tan nefastos seres (que por cierto no entienden con un “no gracias” por muy amable que lo expresemos)
En una ocasión, luego de escuchar a las sujetas en cuestión me dieron una revista en la que se explicaba detalladamente como mi alma podía ser salvada. Yo, con toda la sana intención de regresar tan amable gesto, fui a mi cuarto y les regalé también una revista. Ellas se sorprendieron, se sonrojaron, me dijeron que no podían aceptarla, una de ellas hasta como que se indignó (sigo sin entender porque, a lo mejor no le gustaba la amabilidad correspondida) total que se retiraron apresuradamente, casi sin despedirse y me dejaron con en el anual 93 de la revista Hustler en las manos.
Otro día, con la cruda aporreándome a tal grado que estaba susceptible a creer en los demonios más horrendos de cualquier religión y con un humor de los mil ídem, de plano interrumpí su pesado discurso y le pregunte: -“Señora, ¿a usted le gusta el heavy metal?”- como vi que no captó le expliqué que se trataba de lo que los oyentes inexpertos llaman “rock pesado” y aclarado el punto me dijo que no, que prefería otro tipo de música. “Mire usted –proseguí-, a mi me gusta mucho, me llena, me conmueve, escucharlo es una experiencia muy placentera, sin embargo no ando de casa en casa molestando gente para invitarla a escuchar la música que me gusta porque me parece de pésima educación y en contra de la libertad de que cada quien, sin medios inductivos, haga, escuche y crea lo que le de la real gana”. Acto seguido cerré la puerta, pero no pude dejar de asomarme a la ventana para encontrarla ahí parada con cara de pasmo, en la mera orillita del desconcierto.
En otra ocasión me tocó que el predicador, evangelizador o como se le llame, venía del preescolar de la propaganda religiosa. Al abrir la puerta me encontré con un niño de unos 10 o 12 años, vestido muy correctamente con una camisa blanca rematada con una corbata de moño y su infaltable biblia en la mano; unos metros atrás, un sujeto barbudo y bonachón de sonrisa estúpida -que intuí era padre del niño-, observaba los pininos del joven elegido para propagar la fe.
Comenzaba el pequeño su diatriba cuando con toda seriedad le interrumpí:
-Gracias niño, pero soy satanista-.
No creí que los ojos alcanzaran de manera natural tal rango de apertura como la del niño, misma que me hizo saber que en sus primeras lecciones no incluyeron el trato con un supuesto seguidor del rival de su dios. El barbudo también se sobresaltó, así que ya no entendí nada, pues incluso el peor vendedor de cambaceo, creo yo, debe tener el ingenio para convencer al cliente y en este caso, tuvieron que quedarse con su producto.
En las tres ocasiones regresé a dormir incluso con mayor placidez, con eso que le llaman alma llena de una extraña alegría malévola y los madrugadores de domingo han desaparecido un buen rato de mi puerta.