martes, 27 de junio de 2006

Azuquitar en las barbas

Feliz cumpleaños, señor diputado- dijo mi esposa en tono de broma el día en que decidí, aunque a ella le pesara, serlo. La negociación con los perredistas se estaba abriendo de manera que a pesar que no había nada en claro todavía, las cartas en juego se acomodaban para poder colarme a una curul plurinominal participando en una coalición que llamamos, “Del Cambio Verdadero”. El mayor problema que enfrentaba entonces era Aurora, quien insistía en que mi carrera política no se extendiera más allá del estado, pues tenía el fuerte presentimiento de que en cuanto saliera iba a tener fuertes problemas.
-Anoche soñé que estabas en la Cámara respondiendo el informe del presidente- me contó más tarde, justo antes de apagar la vela del pastel que compró para festejar el día luego que regresara de la junta que ese día tenía pendiente.
-Pero no eras como ahora, tu piel se veía gris, y tu imagen como distante de todos los que te estaban oyendo, luego el presidente volteaba y te decía...
-Acepté- la interrumpí, tratando que no comenzara muy tarde una charla que con seguridad sería larga.
-Todavía falta que ganes algo con tanta carroñería que hay en la alianza, cariño- respondió con un toque irónico que acabó de convencerme que se alargaría esa discusión, cosa que comprobé cerca del amanecer del otro día.

-Ese ojete de Pacheco ya me dejó fuera- escuché decir a Mancera, del PFC a manera de comprobación de lo que unos segundos antes oí y mi incrédula felicidad no alcanzaba a comprender; la combinación de resultados en las urnas fue la necesaria para que me convirtiera en el primer diputado federal no panista o priísta en el estado.
Aurora se iba a enojar.

-El problema de la cultura es que sigue siendo no manejada por artistas, si no por administradores, que para eso han sido hasta ahora un poco bastantemente bien pendejos- me dijo el otro día Torrescano, mi asesor, para explicar el porqué no iba a proceder mi propuesta a la hora que se presentara a la Comisión de Cultura.
-Además, y con todo respeto, pero recuerde que hasta ahora no han prosperado sus iniciativas; mejor se debería aliar con alguna fracción, porque de otra manera no veo como podamos hacer algo que de perdido sea leído antes de rechazarse- agregó para acabar de recordarme que en el año que llevaba en la Cámara baja me habían rechazado sin leer propuestas para despenalizar el aborto y la marihuana, la consideración de los delitos de cuello blanco como alta traición a la patria y últimamente la aplicación de tasa cero tributaria a toda persona moral o física que se dedicara al arte; propuesta a la que hasta Aurora -que desde el día que tomé protesta adquirió un aire trágico-, negó posibilidades aduciendo que “primero te aprueban que una aborte mientras se fuma un churro, cariño”.

Por eso me pareció extraño que ese día me llamara a su despacho el “jefe” Diego, líder de la fracción del PAN en el Senado y al parecer también de la Cámara de Diputados, pues así se había asumido de facto luego que a fines del 2002, panistas y priístas acordaran dejar por la paz las investigaciones respecto al manejo ilícito de recursos de ambos partidos durante la campaña por la presidencia de la República del año 2000. Primero me explicó que si me negaba a la propuesta que me iba a hacer, él tendría que buscar “otra salida”, y cuando pensó que ya me había quedado suficientemente claro esto, pidió mi apoyo para una propuesta que al día siguiente presentaría el presidente Fox; donde señalaba que regresar a la tasa cero en derechos de autoría era prácticamente imposible, y a cambio ofrecía la creación de una comisión federal de publicaciones donde aquellos autores que aceptaran sujetarse al dictamen de un consejo editorial de gobierno, gozarían de la exención fiscal además del pago completo de una primer edición de veinte mil ejemplares, se vendieran estos o no. A cambio, me ofreció apoyo para llevar el debate sobre la despenalización de la marihuana (lo del aborto le parecía moralmente inaceptable) al estrado antes de terminar el siguiente periodo ordinario de sesiones, y de pasadita el pago de una compensación similar al sueldo que percibía en un semestre. Quedé pasmado. Acepté por salir del paso.

Exacto, lo que siguió fue el escándalo. La comunidad artística e intelectual terminó de satanizar al presidente y los legisladores; las protestas y acusaciones de pretender crear un aparato censor legal apoyados en las necesidades o pocos escrúpulos de algunos creadores proliferaron; el PRD fue el único partido que se negó de entrada a aceptar la propuesta; pero varias cuentas pendientes y elecciones presidenciales a menos de dos años de distancia los mantuvieron a raya.
A mi nadie me preguntaba.

La historia de las letras nos indica que no son complicados los imposibles, de una pedrada se vence a un gigante siempre y cuando a uno no lo de por atacar molinos de viento. Lo malo es que esto último es lo más atractivo del asunto.

La discusión del egreso para la creación del Consejo Editorial de la República –que fue su nombre final- venía en paquete con el rubro de cultura, un momento durante la votación del presupuesto federal que todo mundo aprovecha para salir por un café o ir al baño, por lo que iba a ser pasado de inmediato con voto unánime a favor, cuando pedí la palabra. Subí a la tribuna, aclaré la voz y entonces saqué de entre mis ropas una grabadora de mano, de la cual manaba la voz de Diego Fernández de Cevallos haciéndome el ofrecimiento que a esa hora probablemente también estaban escuchando los directivos de los medios de información a quienes les envié una copia; el habano del “jefe” cayó de su boca para dejar a descubierto su rostro trabado de odio y desconcierto. Supe, como el día de mi onomástico de algunos años atrás, que la noche sería larga.

La ocasión sirvió para pasar una navidad donde el presidente evadió todo contacto con periodistas y aprovechó su mensaje de año nuevo para arremeter en cadena nacional contra los medios, que nunca en su sexenio habían querido hablar de los logros de su gobierno, pero se regodeaban en los “pocos errores”. Diego cayó, pero en su terrible agonía de dinosaurio en exterminio se llevó muchas cabezas con sus últimos coletazos. El escándalo minó el valor del peso frente al dólar en un cuarenta por ciento; a mi me nombraron miembro de la mesa directiva de la Cámara baja y estuve quince días en todas las televisoras, radiodifusoras y espacios electrónicos posibles repitiendo la misma historia; después el país siguió consternado por la reciente renuncia del director técnico de la selección nacional de fútbol.

Pasaron unos meses y junto al país envejecí de manera sorprendente; casi no recordaba lo que pasó en esa sesión y la comunidad artística ya había vuelto a su natural antropofágia, es decir, regresó a la normalidad.
Tal vez por ello no me extrañó oír, cuando pasaba por ahí luego de escuchar su comparecencia; la respuesta que Gil Díaz, el secretario de Hacienda, daba a un grupo de reporteros amontonados a su alrededor, justo cuando decía que si no había oportunidad para los creadores en el país era a causa de mi negativa actitud, y por tanto mi completa culpa. Tampoco me extrañó que de entre el grupo, un reportero me apuntara de inmediato con su micrófono para preguntar que le respondía al secretario; mi respuesta fue natural, sin ira; -Dicho sea con respeto, señor secretario, tanto sus comentarios como su real estampa me los paso por los güevos, y mire que lo digo con estas palabras en primera para que me entienda y en segunda para que luego no se preste a malas interpretaciones y se piense que no era mi intención ofenderlo- y sin más, salí de la sala y me dirigí a casa, donde Aurora me espera desde hace dos años y tres meses, con la mesa lista para la cena.