lunes, 15 de febrero de 2010

De columnistas e hijos de puta


Las páginas, tanto impresas como electrónica de Milenio reproducen el 15 de febrero la columna La historia en breve, de Ciro Gómez Leyva con un título que por supuesto llama la atención: Los “hijos de puta” de Aguilar Camín.

A grandes rasgos la columna deplora la reacción que los tijuanenses tuvieron para con el Secretario de Gobierno, Fernando Gómez Mont, durante la tortuosa visita de pretensiones expiatorias que este realizara junto con el presidente a esa ciudad devastada por la violencia del crimen organizado desde hace muchos, muchos años. Gómez Leyva dice que le duele mucho la forma que lo confrontó la gente -al grito de ¡Asesino!- y el zape que una mano tan desconocida como impotente le propinó al funcionario. Agrega que al día siguiente le pidió a Héctor Aguilar Camín su opinión dentro del noticiario radiofónico del primero y la base de la respuesta se puede resumir en esta frase: “No hay una condena moral sistemática contra los asesinos”, con la cual se lamenta de que la gente exija fuertemente al gobierno por su acción (o inacción) ante los hechos criminales antes que voltear contra los criminales.

Completamente válida la opinión de ambos comentaristas, pero es el punto de vista de dos informadores que se distinguen por su completa parcialidad en los temas que les son cercanos, ambos han dado innumerables muestra de su capacidad de dejar de informar para pasar a ser jueces cuando sienten sus intereses vulnerados.

Nada más para que la desmemoria no nos agarre desprevenidos, hay que recordar que pese a que Aguilar Camín ha sido dentro de su trayectoria periodística sub director del diario La Jornada -bastión de la izquierda mexicana-, siempre ha tenido proclividad a apoyar las decisiones más polémicas de los gobiernos en turno; su revista Nexos fue abiertamente favorecida durante el salinato y cómo olvidar su responsabilidad en el escándalo por la bizarra cantidad de errores de los libros de texto gratuitos en 1992.

Gómez Leyva por el contrario se ha distinguido por ser un polemista, un cuestionador inteligente que sentó además un precedente positivo con el noticiario de Canal 40 que perduró hasta el asalto de las instalaciones por parte de los golpistas pagados por TV Azteca. Pero también se ha distinguido por ser radicalmente parcial cuando debe de tratar temas que aluden a sus amigos o sus circunstancias, como se pudo constatar cuando salió a flote el escándalo que involucraba a su ex jefe Carlos Ahumada y como es frecuente ver en la misma columna a que se está haciendo referencia ahora.

Por el lado del juicio popular cuestionado, es cierto que la gente ve en los gobernantes al enemigo cuando se trata de reclamar justicia antes que mirar directamente a quien les hizo el mal, pero años y años de impunidad provocada por las autoridades les asignan claramente un lugar preponderante en la responsabilidad de la descomposición social.

¿Cómo pretenden que las personas que han sido afectadas no reclamen a las autoridades su responsabilidad? Evidentemente no es la mano de Gómez Mont la que ejecutó a los 16 jóvenes juarenses y por tanto no se le puede achacar el término de asesino con su responsabilidad legal, pero sí se le puede atribuir tanto a él como a las autoridades de los tres niveles de gobierno, a los legisladores y demás funcionarios pasados y presentes la responsabilidad del estado de las cosas en el país, por tanto el epíteto le cabe bien a él, al presidente y todos los involucrados.

¿Se puede encarar de esa manera a los asaltantes, secuestradores, violadores, narcotraficantes y la muy variada gama de criminales con que contamos y permanecer de una pieza? Por lo que dice la columna, al menos en la forma en que está redactada, eso es lo que quieren ambos periodistas, que la sociedad increpe directamente a los delincuentes aún a costa de su seguridad, pues al fin y al cabo ellos son quienes los afectan y no el gobierno. Una lógica devastadora la suya, la justificación de la incompetencia de los cuerpos de seguridad como respuesta a las manifestaciones que les exigen cumplir con el propósito para el que fueron creadas, manifestaciones que por cierto ante la lasitud de los gobiernos tienden a volverse cada día más grandes, adelgazando a grandes pasos la capa que separa al Estado del caos.