viernes, 21 de diciembre de 2007

¡Ah, la navidad!


Las calles están atestadas de gente que no piensa más que en sí misma y si te chocan te voltean a ver feo; en las tiendas nadie duda para meterse alevósamente en la fila para pagar o de soltar unos cuantos codazos para hacer desistir a uno del artículo en rebaja que pensaba comprar; en los estacionamientos, más que de costumbre, cuando apenas se va a echar uno en reversa, ya hay un gandalla que se metió en el lugar donde pensábamos aparcarnos y todavía voltea a vernos con cara de “a ver, dime algo”; las carreteras son un terreno en extremo peligroso porque a nadie le importa nada que esté fuera de los límites de su propio auto; las posadas son otro invento católico que sirve para todo menos para lo que fue creado, son celebraciones de los excesos, pero eso si, todos se siguen creyendo muy fieles; se engaña a los niños forzándolos a portarse bien –que no es más que obligarlos a obedecer nuestras instrucciones por absurdas o injustas que sean- a cambio de que “llegue Santa Claus”, lo cual no puede ser si no calificado como soborno y un infame atentado contra el libre albedrío de la niñez; los villancicos son en conjunto algunas de las composiciones musicales más cursis y aberrantes que se hayan escrito (y peor si son reinterberreadas por Tatiana) y el ambiente se llena de un amor más falso que las buenas intenciones de un diputado. Entonces, ¿qué tiene de bueno la navidad?
De pilón, lo que se supone se festeja -el nacimiento de Jesús, el guía espiritual del cristianismo-, parece ser una falacia pues de acuerdo a algunos historiadores el natalicio en realidad se dio en la primavera y el hecho de que se celebre el 25 de diciembre tiene que ver con los ritos de diferentes culturas hacia los dioses de la fertilidad y del sol, y en esa fecha específica coincide con la celebración del nacimiento del dios romano Apolo.
En fin, queda claro que absolutamente cualquier pretexto es bueno para organizar fiestas y tirarnos al consumismo, y mientras eso suceda, quienes controlan la economía promoverán ávidamente la felicidad navideña enfundados en un ridículo traje rojo.
Ho ho ho ho.

Ah, y por cierto: Felices fiestas.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Para documentar la estupidez humana II: Pasión Futbolera




Me encanta el futbol. Es un deporte que me agrada por un montón de circunstancias que van desde la consabida y cínica oportunidad de juntarse a libar con los cuates que representa, hasta por pedante interés sociológico. El Caso es que me gusta y lo disfruto, sufría igual que un montón de gente cuando el Club San Luis estaba a punto del descenso e igualmente me despatarré de emoción cuando se salvó. O cuando ganó el mundial la Selección Sub 17, a la que nunca antes había puesto atención; en sí me gusta el juego y me interesan las reacciones que provoca, como la condena inquisitorial que me señala con dedo flamígero cuando se me ocurre decir que le voy a las Chivas pero por patriotismo también al San Luis y me gusta como juega el Necaxa.
Si a estas alturas ya está usted organizando una brigada para quemarme en leña verde por farolón mejor deje la lectura, aspire sales aromáticas y relájese con algo más agradable, digo, por mi propia seguridad.
La necesidad de identificarse con algo es parte de las muchas cosas que no entiendo de la naturaleza humana y que en todo caso relaciono con una debilidad más de la especie, siempre proclive a esperar de los otros la protección que la soledad no brinda, pese a que la otredad también sea una de las mayores fobias humanas. En ese sentido creo que el vivir la vida de acuerdo a como va nuestro equipo en la tabla general es una simpática patología que curiosamente es aceptada e incluso digna de admiración: para los cuates de la cuadra el señor que tiene su casa pintada azulcrema, muebles con grandes aguilas de adorno, fotos con todas las alineaciones del América y sus hijos se llaman Kalusha, Zaguinho y Cuauhtémoc, puede resultar por este hecho mucho más respetable que el médico de la esquina, simplemente porque lo del doctor es chamba y lo del otro es envidiable pasión, así de sencillo.
Y doblemente curioso porque al parecer, el futbol es el único deporte que levanta tales ardores, digo, no he escuchado de algún caso en que los seguidores del Perro Aguayo hayan golpeado hasta la inconciencia a algún seguidor del Místico nomás por llevarles la contra, o que los aficionados de los Diablos Rojos de México se enfrasquen en una batalla campal contra los de los Tigres, mucho menos que cuando algún mexicano gane la maratón de Nueva York la ciudad de México se detenga por la multitudinaria celebración en el Ángel de la Independencia. ¿Qué pasa entonces, por qué ese nivel de apasionamiento? La respuesta, sin duda, está muy lejos de nosotros.
Hay un dejo de militarismo bobo en el hecho, todos los aficionados nos hemos sentido alguna vez parte de una legión de guerreros (y más cuando la televisión nos indica que así debe de ser), cuya obligación es apoyar desde la tribuna, la sala de la casa o la mesa del bar, la actuación de los once héroes que habrán de redimirnos, hay momentos en que quisiéramos formar parte de las líneas y ofrecer nuestro propio cuerpo en sacrificio con tal de rescatar de mínimo el empate; en el estadio, las tribunas son dos bandos enardecidos que azuzan al general (que siempre anda extraviado, de acuerdo a la perspectiva del experimentado aficionado), a hacer el cambio, subir las líneas, retrasar la defensa, todo lo indispensable que no está haciendo para no salir del estadio con el vergonzoso estigma de haber perdido.
Tiene su lado bueno el asunto, es sabido que cuando un equipo está a punto de descender de a cuerdo a su record en la tabla porcentual, aumenta notablemente el interés por las matemáticas por parte del aficionado, que por esos días es capaz de explicar complejos algoritmos; se incrementa la capacidad de prospectiva a partir de media temporada, cuando existen 100 combinaciones distintas de rumbo que puede tomar el equipo para llegar a la liguilla, pasarla sin pena y llegar a la final; viene un saludable aumento de agnosticismo entre la población cuando el equipo de casa es eliminado, con lo que se favorece el pensamiento científico por encima de la silvestre religiosidad y sobre todo, la economía se ve notablemente estimulada en los rubros de cervecería, botanas y ultramarinos y servicios de restaurante (cuando el juego es comprado por las aves de rapiña de Sky).
Por eso, cuando me emociono viendo partidos que no corresponden al único equipo que debo y es obligación seguir (varia de acuerdo a con quien lo esté viendo), me da una especie de ternura condescendiente cuando el acusador en turno me lanza miradas desaprobatorias y me llama por lo bajo chaquetero.