En algún momento a fines del siglo XX la vida perdió toda emoción. El desarrollo tecnológico alcanzó un nivel similar a la capacidad de razonamiento y luego despegó a gran velocidad dejando a este muy atrás, de una manera que Orwell no hubiera podido siquiera imaginar. Entre la marisma residual a este acontecimiento, la pérdida voluntaria del placer es una de las cosas más inexplicablemente absurdas que hayan sido concebidas.
En particular, en los días que corren –y al parecer así seguirá siendo por un buen tiempo- hay una prohibición mental socialmente aceptada para comer lo que a uno le venga en gana; la defenestración del planeta nos ha llevado a no poder comprar una simple fresa si antes no revisamos su procedencia, cantidad de calorías, carbohidratos, si es natural o transgénica y casi deseáramos que viniera con currículum integrado, en lugar de tomar en cuenta su color, aroma, grado de madurez y tamaño, que son las cosas que en realidad se disfrutan.
En una sociedad aséptica y obsesiva como la nuestra un plato de enchiladas acompañadas de una pieza de pollo frito con la piel doradita, mucha crema y salsa picante es considerado nocivo, prófugo de la justicia, casi un atentado contra natura y sobre todo, muy por debajo de un plato miserable e insípido pero bajo en calorías. Tal tendencia, que es la verdadera prófuga de la razón, se concreta y vuelve dogma por dos vertientes principales: la de la idea de que todo es potencialmente nocivo para la salud y en particular por la tiranía idiota de la moda, que nos dice que todo aquel que pase un kilo de su peso “normal” es un panzón irredento que no merece pertenecer a nuestra bonita comunidad de flacos anabólicos y flacas lollypops (o sea como paletas, un palo con una cabezota).
Recuerdo que mi abuela comía huevo por lo menos dos veces al día –si no preparaba algún delicioso platillo capeado, porque entonces la cuenta subía- y en la vida tuvo que preocuparse por el colesterol; tengo conocidos que siguen puntualmente todo lo contrario a lo que dictan los nutriólogos y siguen sanos, e incluso un servidor cuenta con largo historial de gourmet callejero, lo cual nunca me ha provocado daño alguno y por el contrario me ha creado lo que en el ámbito tragonil se llama “panza de chivo”, es decir un estómago acorazado de anticuerpos que lo mismo aguanta comida largamente refrigerada que unos tacos fuera de la más tenebrosa estación del metro sin mácula alguna. Sí, es cierto, la contaminación y el uso de productos químicos en los sembradíos y para engorda de animales ha reducido considerablemente la calidad de nuestros alimentos y repercutido en su sabor -baste recordar las frutas gringas, grandotas y llenas de color, pero insípidas como el demonio-, pero también lo es que aún podemos disfrutar cualquier tipo de alimento sin temor teniendo sólo un poco de cuidado y con nuestra marchanta de confianza.
Las dietas, una necesidad creada a partir de la moda anteriormente mencionada, me parecen absurdas salvo en los casos en que de ellas depende la salud, fuera de eso, lo bonito es ser tragón y no negarlo, digo, dichosos aquellos que pueden comer hasta hartarse, quien como ellos que puede hacerlo. Entonces, ¿por qué negarlo? Ni modo que por solidaridad con la parte de la humanidad que padece hambruna, no existen casos así. Por ello me da risa cuando veo a un persona a dieta babeando frente a un trozo de pastel de chocolate con betún de chantilly y una cereza coronando, y no tengo en reparo en pensar que bien merecida tienen la muerte aquellos que fallecen de anorexia, ambas cosas me parecen actos aberrantes de egolatría, una concepción torcida de estética y completa falta de respeto a sí mismo.
¿Donde quedarían -¡Oh dios!- Aquellas jamonas legendarias de nuestro cine, que no se volvían neuróticas por tener gruesos chamorros y moverlos con alegría?
Addenda:
Si, ya se que algunos que me conocen alegarán que digo esto porque estoy flaco a pesar de la manera en que como, pero les recuerdo que mi llanta de bicicleta tiende ya a parecer salvavidas integrado.