domingo, 21 de junio de 2009

Algo sobre mi padre



Me empecé a interesar en el arte gracias al Libro Vaquero. Quizá poco antes, con los comics de Cantinflas Show, pero me gusta pensar que la raíz de todo fueron aquellas sosas aventuras de vaqueros llenas de mujeres voluptuosas, borrachines de Saloon, Apaches despistados y gringos malalma que llenaban las páginas de esa historieta.

Recuerdo que un día –los sábados regularmente acompañaba a mi padre a la bodega en el mercado de abastos para aprender el oficio, de tomatero y chilero en nuestro caso- estaba aburrido al mediodía y para entretenerme tomé un ejemplar del Libro Vaquero, hasta que mi padre volteó a ver qué hacía y se dirigió hacia mi, me dijo que no debía leer eso, que lo esperara, entonces lo ví cruzar la calle hasta el puesto de revistas, seleccionar algo y regresar, traía en la mano el número 1 de Joyas de la literatura, que era una adaptación de Romeo y Julieta, y me la dio pidiéndome que no siguiera leyendo la basura de historieta western que aún tenía en las manos.

La historia me golpeó. Aún a mis diez años pude darme cuenta que la adaptación no podría ser sino algo muy menor respecto a la obra original y quise leer el texto, recuerdo que incluso al final de la adaptación había una leyenda que decía: “Estimado lector, si le gustó esta adaptación, no dude en buscar la obra original”. Le pedí a mi padre que me comprara el libro.

A partir de entonces me volví seguidor de esa historieta y de Novelas inmortales, ambas eran adaptaciones pobres, pero gracias a ellas me interesé en leer a London (El Vagabundo de las Estrellas, me sigue impactando); Melville (Moby Dick fue una iluminación total); Bronte (Heathcliff, de Cumbres Borrascosas es alguien con quien siempre me identificaré); Stoker, Poe y Sheridan Le Fanu (El entierro de las ratas, Las aventuras de Arthur Gordon Pym y La profecía de Clostedd me volvieron fiel seguidor del horror).

Tal vez sin pensar en las repercusiones, mi padre se volvió mi mentor literario, un hombre que cursó apenas el segundo grado de educación básica fue mi primer y mejor maestro de literatura; recuerdo su cara cuando me veía consumiendo libros desaforadamente –de los 11 y hasta alrededor de los 25 leía unos tres por semana-.

Recuerdo también nuestras peleas. Mi ira contra la suya, descontroladas. Pero ante todo la mirada de orgullo con que me veía. Su infinita tristeza cuando reprobé un año en la prepa por no ir a clases. Mi promesa consecuente de no volver a fallarle.

Recuerdo a un tipo gordo y bajito con quien cantaba en las tardes El Barzón, que fue la única canción que aprendí a tocar en la guitarra de Paracho que me regaló a los 9 años. Lo recuerdo comiendo tallos de apio con mi hermana en las noches sabatinas de box. Besando a mi madre en un restaurante de la Feria Nacional Potosina.

Eso fue en la primera mitad de mi vida. He vivido tantos años como tenía el día en que murió. Y aún le sigo buscando, extrañando, deseando que todo sea un sueño y en un rato vuelva.