Libro de oro del teatro mexicano o la vida apasionadade don Marcelino Menéndez y Pelayo
A raíz de las recientes declaraciones de Carlos Solórzano en Ovaciones de no me acuerdo qué fecha y de mi airada respuesta a las mismas, he ocupado mis ratos de ocio en una serie de meditaciones que podrían agruparse bajo el shakesperiano título de: Are we, Mexican Playwrights, Missing the Chaberpot? Estas meditaciones, como las de toda persona adiestrada en la labor jesuítica, tienen como esquema primordial una pregunta íntima y su contestación, como por ejemplo: 1. Si yo no fuera Jorge Ibargüengoitia, ¿leería las obras de Jorge Ibargüengoitia? Respuesta: definitivamente no. Leería las de Mickey Spilane, el tratado de floricultura de la señora Mondragón, las obras completas del Marqués de Santa Cruz, y quizá hasta el diccionario de la Real Academia, pero no mis obras. ¿Por qué? a) Porque están... 1) inéditas; 2) editadas en libros carísimos junto con otras nueve que no me interesan; 3) publicadas en revistas agotadas, desaparecidas o no catalogadas. b) Prefiero otras lecturas. 2. ¿Para qué las escribí? Respuesta: francamente no sé. [Debo confesar que a esta pregunta he dado diferentes respuestas conforme pasan los años y en mi rostro se van marcando las huellas de todos los vicios. En una época, de esto hace muchos años, contestaba (emulando a mis mayores) que escribía porque tenía necesidad de expresarme, y que para mí el teatro fue siempre el único medio de comunicación posible; lo cual es una de las grandes mentiras en la historia de la literatura, pues desde que tengo cinco años conozco varios medios de comunicación mucho más eficaces que el teatro. De cualquier manera, si escogí el teatro como medio de comunicación debí tener más cuidado con lo que decía, porque ahora encuentro que lo comunicado es a la técnica de comunicarlo tan desproporcionado, como gastar 10,000 millones en alfabetizar al pueblo mexicano para que pueda leer a la Doctora Corazón. Después adopté otra actitud piú coraggiosa: dije que escribía porque me daba la gana. Este paso de la necesidad de expresión al “porque me da la gana” corresponde, en la vida íntima del autor, al paso de las inhibiciones sexuales a la frustración absoluta. Pues bien, ahora digo que no sé por qué escribí catorce comedias. Aparentemente esta perplejidad la comparten muchas personas, como lo demuestra la frecuencia con que son estrenadas mis obras.] 3. Si escribí las comedias, ¿por qué no hago lo posible por que sean llevadas a escena? Respuesta: Porque cada vez que voy al teatro, le doy gracias a Dios de que no sea mía la obra que están montando. [Comentario: esta actitud proviene indiscutiblemente de un trauma (probablemente múltiple). En mi juventud escribí una obra llamada Susana y los jóvenes; esta obra fue elegida por la Unión Nacional de Autores para ser representada en la temporada de la misma. En aquella época, La Epoca de Oro de la Unión, había una temporada formal en la Sala Chopin, en donde se representaban obras de Basurto, de Solana y de no recuerdo qué otras celebridades, y otra temporada, no sé si de autores noveles o vergonzantes, en el Teatro Ródano. Usigli iba a dirigir Susana y los jóvenes. El día de la lectura, yo me senté en el piso atrás de un sofá, de donde me fueron a sacar para colocarme en un lugar de honor junto a Usigli. Usigli leyó la obra, porque yo estaba aterrado. Asistieron Fernando Mendoza, Maricruz Olivier, María Teresa Rivas, Tony Carvajal, Tara Parra, Miguel Córcega y Héctor Gómez, y también Argentina Usigli. Argentina, haciendo gala de un compañerismo que nunca agradeceré lo bastante, se rio cada vez que fue necesario; los demás permanecieron observándome como las Pirámides. Cuando terminó la lectura, Fernando Mendoza tuvo la amabilidad de hacerme algunas indicaciones acerca de los cambios que él consideraba necesarios para que la obra no fuera tan mala; María Teresa Rivas opinó que el personaje femenino era oligofrénico, porque ella, a la edad de Susana, ya había tenido no sé qué experiencias; pero lo peor vino cuando Usigli me presentó a Maricruz Olivier... Esto es que tres meses antes de estos sucesos, estando en una fiesta con un vaso de cristal cortado lleno de cuba libre en una mano, me cayó una pesada trampa de madera en esa mano, de tal manera que el vaso de cristal cortado me hizo pedazos una arteria y salió un chorro de sangre con el que bañé a todos los invitados; me llevaron a la Cruz Roja, me cosieron, regresé a los tres días, me quitaron las puntadas, y como suele suceder en esos casos, me dejaron una; la herida, en vez de cicatrizar, desarrollaba una purulencia infecta, que tenía yo que extirpar de vez en cuando y bañar con agua oxigenada. Pues esto es que, precisamente la noche de la lectura, esta purulencia había alcanzado un grado de madurez extraordinario, y en el momento en que la eximia Maricruz estrechó mi poderosa diestra, explotó y salió en forma de un chisguete que fue a dar precisamente en el ojo de la actriz. Ella no dijo nada, pero no volvió a poner un pie en el teatro. Después vino una época de decepciones: Usigli se fue a Dublín, la temporada de la Chopin se vino abajo, se acabó el dinero de la Unión, bajaron los sueldos, cambiaron los actores, una obra de Villaurrutia entró a salvar la situación (con el único resultado de que el déficit aumentó), etcétera. El caso es que en vez de estrenar en julio, estrenamos en octubre. Pero en fin, si estas fueran las últimas molestias que me iba a causar la Susana, las daría de barato. Dos años después de estos sucesos, una compañía de jóvenes incautos montó la obra y me invitó a un coctel después del estreno; yo, incauto también, fui con mis amigos. ¡Dios mío, qué amargura! El padre de la joven (que por cierto era muy fea) que hacía la Susana, entró en escena exabrupto con la mejor intención de llevarse a su hija, que estaba “prostituyéndose en las tablas”. Luego, en 1959, me invitaron a Culiacán a presenciar el estreno de la misma obra. Yo no hubiera aceptado la invitación de no haber estado tan mal de dinero; pero cuando recibí los pasajes de avión, compré mi boleto en camión y me guardé como trescientos pesos. En Culiacán me instalaron en un hotel elegantísimo. El día del estreno, me puse mi mejor ropa, me fui caminando y llegué derritiéndome al teatro. Me sentaron entre el rector de la Universidad y el jefe de la Zona Militar, y luego salí a dar las gracias como si saliera de una ducha. De ahora en adelante, el que quisiera poner la Susana, que la ponga, pero por favor que no me invite. 4. ¿Qué consejos daría yo a los jóvenes dramaturgos? Respuesta: a) Nunca ir al teatro. b) Nunca ir al cine. c) Nunca encender el radio, ni la TV. d) No poner un pie en la provincia. e) Quemar el Bernal Díaz. f) No tener trato con actores, directores, ni productores. g) Hacer un matrimonio ventajoso. h) Hablar poco. i) Escribir menos. j) Renunciar a toda ambición de llegar a ser Secretario de Educación Pública, embajador de México en Guatemala o gerente de la CEIMSA. k) Nunca discutir con la Elite.
(Publicado en la Revista de la UNAM a principio de los años sesenta)
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